lunes, 29 de marzo de 2010

Arturo Perez-Reverte



EL GRAMOLA

He tardado casi cuarenta años en desvelar el enigma, pero al fin lo conseguí. Ocurrió el otro día, cuando amarré en Cartagena con lebeche suave y buena mar, y me fui con Paco el Piloto a beber unas cañas para hablar de barcos, y de la vida. Y estando sentados frente al puerto, en la terraza del bar Valencia, empezamos a charlar de los viejos tiempos, y de cuando yo era un crío que curioseaba entre los barcos amarrados y los tinglados y grúas de los muelles.

Y salieron personajes de entonces, resaca de la vida que cualquier puerto hacía numerosa en aquellos tiempos. Tipos pintorescos, graciosos, singulares, que permanecen anclados en mi infancia. Unos porque los conocí, y otros porque oí hablar de ellos. Muchos eran infelices, pobre gente objeto de las burlas de las tertulias y los bares del puerto y la calle Mayor. Se llamaban Popeye, Antoñico, el Curiana, o aquellos legendarios Pichi, el Negro del Muelle, el Jaqueta que toreaba a los automóviles con periódicos y saludaba luego a un tendido imaginario, y don Ginés, que durante la guerra mundial se había creído Hitler, y pasó el resto de su vida escuchando a los guasones locales preguntarle, muy serios, qué tal iban las cosas por el Tercer Reich. También estaba aquel cochero de la funeraria al que los chiquillos le decían, en choteo: «¿Nos das una vuelta?», y él contestaba: «Cuando se muera tu madre la voy a llevar por todos los baches».

El Piloto los había conocido a todos, y yo recordaba a la mayor parte. Incluido el Ratón, que pescaba gatos con un anzuelo y una sardina y luego se los guisaba con arroz. Eran otros tiempos: finales de los años cincuenta, y los niños mirábamos a tales personajes con una mezcla de temor y admiración. Eramos crueles como puede serlo la naturaleza de un crío acicateada por la maldad o la falta de caridad de los adultos. Algunos eran objeto de nuestras burlas; y ahora no puedo evitar, al recordarlo, una incómoda sensación. Supongo que el nombre es remordimiento. Y ese remordimiento es hoy más intenso por el recuerdo del Gramola.

Federico Trillo, que ahora manda huevos, o mis amigos Elías Madrid Corredera y Miguel Cebrián Pazos lo recordarán bien, pues nos lo encontrábamos vendiendo lotería a la salida de los Maristas. El Gramola lucía despareja dentadura y gafas muy gruesas. Tenía muy poca vista, y se veía obligado a acercarse mucho los décimos a los ojos para verles el número. Su voz cascada, chirriante, sonaba por las esquinas anunciando el siguiente sorteo. Los graciosos de los bares -un cartagenero sentado a la puerta de un bar muerde hasta con la boca cerrada- nos decían a los niños, por lo bajini, que le preguntáramos por la Vieja. Nosotros no sabíamos quién era aquella vieja, pero nos fascinaba el efecto de mencionarla. Bastaba con acercarnos y decir: «Gramola, ¿y la Vieja?», y de pronto el pobre hombre se volvía un basilisco, nos buscaba con sus ojos miopes y blandía las tiras de décimos fulminándonos con aquella maldición suya que nosotros, asustados y emocionados, esperábamos a quemarropa: «Ojalá le salga a tu padre un cáncer negro en la punta del pijo».

Nunca supe quién era aquella Vieja, y en esa ignorancia permanecí hasta que, entre caña y caña, Paco el Piloto sacó a relucir al Gramola. Yo le comenté lo de la Vieja, y el Piloto me miró con sus veteranos ojos azules descoloridos de sol, mar y viento. Me miró un rato callado y luego dijo que la Vieja no era sino una pobre mujer que había sustituido a la verdadera madre del Gramola, que en su juventud, decían, había sido puta. La llamaban la Valenciana, añadió. Y el Gramola, que era un hombre pacífico y un infeliz, se ponía fuera de sí cada vez que le recordaban su presunto origen. Luego el Piloto se encogió de hombros y pidió otra caña, y yo me quedé dándole vueltas a aquello. 


Pensando: hay que ver, y qué perra es la vida. Uno la vive, y camina mientras lo hace, y nunca sabe con exactitud cuántos cadáveres va dejando atrás en el camino. 


Gente a la que matas por descuido, por indiferencia, por estupidez. Por simple ignorancia. Y a veces, muy de vez en cuando, uno de esos fantasmas aparece de pronto en la espuma de un vaso de cerveza, y te das cuenta de que es demasiado tarde para volver atrás y remediar lo que ya no tiene remedio. 

Demasiado tarde para correr a la esquina de la calle Mayor, balbucear "Gramola, lo siento" o qué sé yo. Para comprarle, tal vez, hasta el último de aquellos humildes, entrañables, décimos de lotería.

El Semanal, 25 de abril de 1999


www.capitan-alatriste.com

jueves, 25 de marzo de 2010

Cine - El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas



La vida es ansí

Existen dos tipos de películas: las que saben de qué va la vaina de la vida y las que no.

En estas últimas podemos englobar las comedietas románticas, los happy end, los "si tú quieres lo conseguirás", películas llenas de candor y de infantilismo donde los personajes son dueños absolutos de sus vidas y siempre se merecen lo que les pasa, sea esto bueno o malo. Es cine maniqueo, estupidizado, alejado de la realidad.

Pero hay otro cine que está hecho por personajes inteligentes que sí saben de qué va todo este rollo de vivir: gente que habla de la incapacidad de mejorar, de la presión que ejercen los ambientes en que uno se cría, de la mala suerte, de la tendencia infinita del ser humano a cagarla, a equivocarse, a ser un juguete en manos de sus propias neuras.

Hay seres humanos que, al igual que las margaritas irradiadas con cobalto 60 en altas dosis, nacen rabicortos, mustios, abocados a un destino fatal. Como el de esas niñas irradiadas por su madre medio lista y medio loca que Joanne Woodward borda con maestría. Hay otras persona, en cambio, que al igual que las margaritas no irradiadas, crecen fuertes, santas, con inmensas posibilidades de comerse el mundo. Como esas compañeras del colegio más afortunadas...
El gran Newman no sólo era un gran actor y un tipo guapo: era alquien que entendía de la vida.

LeonNewman Leon (España)


www.filmaffinity.com

miércoles, 24 de marzo de 2010

Poesía - 1- Leon Felipe - "Perdon"



Perdón

Soy ya tan viejo
y se ha muerto tanta gente a la que yo he ofendido
y ya no puedo encontrarla
para pedirle perdón.
Ya no puedo hacer otra cosa
que arrodillarme ante el primer mendigo
y besarle la mano.
Yo no he sido bueno...
quisiera haber sido mejor.
Estoy hecho de un barro
que no está bien cocido todavía.
¡Tenía que pedir perdón a tanta gente...!
Pero todos se han muerto.
¿A quién le pido perdón ya?
¿A ese mendigo?
¿No hay nadie más en España...
en el mundo,
a quien yo deba pedirle perdón?...

Voy perdiendo la memoria
y olvidando todas las palabras...
Ya no recuerdo bien...
Voy olvidando... olvidando... olvidando...
pero quiero que la última palabra,
la última palabra, pegadiza y terca,
que recuerde al morir
sea ésta: Perdón


LEÓN FELIPE

www.palabravirtual.com